domingo, 10 de enero de 2016

FUTURO INCIERTO

No pienso nunca en el futuro
porque llega muy pronto.


ALBERT EINSTEIN


Queco empieza a repartir cartas en silencio sobre el tapete. Su aparente parsimonia y la expectación de los presentes dan un aire ritual a la situación (a pesar de la cara de fastidio de Miguel). Todos se han situado alrededor de la mesa, de pie, detrás del flamante tarotista y de la curiosa que pide conocer su futuro, y observan callados y con gesto grave el proceso.

Repartida la primera tirada de naipes sobre el tapete, la expresión de Queco cambia radicalmente, presagiando malas noticias.

      —    ¿Qué has visto? ¿Algo malo? ¿Es en mi casa?
      —    Algo muy malo —Queco traga saliva con cierta dificultad—.





UNA HORA ANTES…

Aquella era una mañana bastante tranquila en la pastelería-cafetería “El Pastelito”. Apenas habían entrado cuatro o cinco clientes, que, casi con aire despistado, compraron pasteles y dulces, pero que no se quedaron en las mesas a devorar sus delicias, ese día preferían ejercer el pecado de la gula en privado. Era como si algo les ahuyentase de allí, tal vez su propio instinto. Sin embargo, los trabajadores no notaron nada diferente en la rutina diaria y por ello el horno seguía funcionando, la última hornada de cupcakes estaba en marcha. Sabían que muchas madres aprovechaban la salida del colegio de los niños para pasarse por allí a comprar algún capricho para el postre de la comida. Algunas incluso solían tomarse confianza y pedirles un dulce especial para una posible noche especial. Tener un colegio en la calle de al lado tenía sus ventajas, sin duda.

Pero aún faltaba un rato para que los niños salieran del colegio a las 13h (“cada vez tienen horarios más raros”, decía siempre Sergio), y los pasteleros apenas tenían nada que hacer. Estaba todo limpio, los aparadores con suficiente género y el horno controlado por el temporizador. Un anciano con cara de pocos amigos acababa de salir con un merengue en las manos. Era el mismo anciano que todos los días a media mañana iba a comprarse un merengue. A veces se quedaba allí y lo degustaba con rapidez, casi con ansia, mirando de vez en cuando alrededor para comprobar que nadie le observaba y que nadie iba a molestarle. Otros días, sin embargo, compraba su merengue y salía de allí con prisas, como esa mañana. Por eso ahora estaban solos en la pastelería y tal vez por ello, los trabajadores y dueños del local, un equipo de jóvenes amigos que decidieron un día unir fuerzas y darle una patada al paro, charlaban entre risas.

      —    ¿Habéis leído esto? “Habitantes de Carro de Fuente aseguran que la casa consistorial está habitada por fantasmas”—lee Sergio con voz de locutor de radio y una buena dosis de sorna.        
    ¿Pero aún hay gente que cree en esto? —pregunta Miguel con mala cara.
      —    Oye, no seas bicho, cada cual cree en lo que quiere. Seguro que hay presencias vagando por allí —Karina siempre buscando fenómenos paranormales—. ¿Tú qué opinas, Queco? Eras tú quien sabía leer las cartas, ¿verdad?
     —    Anda, déjate de bromas, que estas cosas hay que tomárselas en serio— Queco intenta desviar el tema, le gusta muy poco hablar de eso, sobre todo con incrédulos como Miguel rondando cerca.
     —    Yo quiero que me las leas, ¿podría ser? —la voz de Érika se adelanta a la de Karina—. ¿La  baraja española te sirve? Creo recordar que hay una en el almacén.

Rey de copas,
Labyrinth tarot, Luis Royo
Sin demasiada convicción, Queco acepta hacerle un par de tiradas a Érika, la última en asociarse al negocio. Morena, inquieta, no sabe cocinar pero sabe más de marketing que el resto y se nota en su forma de organizar aparadores, hacer publicidad del local y montar eventos varios. Érika se muestra curiosa, como si no supiera demasiado sobre fenómenos paranormales, aunque en realidad sabe mucho más del tema de lo que es capaz de confesar. 

Queco parece nervioso mientras Érika busca la baraja. Es un muchacho tímido, temeroso de lo que puede ver en las cartas; nunca ha apreciado del todo su don como algo bueno, tal vez por las visiones horrorosas de muertos atormentados desde su infancia.  De cara redonda y pelo rizado, parece llevar una permanente expresión de niño asustado en el rostro. Algo le mantiene intranquilo, una intuición tal vez, o quizás sea esa voz que escucha a lo lejos y que le reclama socorro. Si fuera otro su carácter, iría tras la barra y se tomaría un chupito de algo fuerte para calmar los nervios; pero él sabe que lo único que conseguiría sería un intenso dolor de estómago. Desiste y calma sus nervios como puede. “Veremos con qué nos sorprenden las cartas”, se dice a sí mismo. 

Érika vuelve con una baraja española y un tapete de fieltro verde, lo coloca en una de las mesas y le ofrece las cartas a Queco. Ambos toman asiento y Queco empieza a barajar. Luego le pide a Érika que baraje y corte, y que no le dé ninguna información acerca de lo que quiere saber, sólo que lo tenga en la mente mientras maneja las cartas.

Queco empieza a repartir cartas en silencio sobre el tapete. Su aparente parsimonia y la expectación de los presentes dan un aire ritual a la situación (a pesar de la cara de fastidio de Miguel). Todos se han situado alrededor de la mesa, de pie, detrás del flamante tarotista y de la curiosa que pide conocer su futuro, y observan callados y con gesto grave el proceso.

Repartida la primera tirada de naipes sobre el tapete, la expresión de Queco cambia radicalmente, presagiando malas noticias.

      —    ¿Qué has visto? ¿Algo malo? ¿Es en mi casa?
      —    Algo muy malo —Queco traga saliva con cierta dificultad—.

Baja la cabeza, toma aire y da por finalizada la improvisada sesión. Érika teme por su madre, de salud muy delicada, pero se abstiene de preguntarle más. Sin embargo, todas esas cartas del palo de espadas (el as, el cinco, el tres, la sota…) sabe que no auguran nada bueno. Está convencida de que ahí aparece la muerte de alguien, casi con seguridad la de su madre, aunque no sabe si lo interpreta bien o no. Lo suyo es leer la mano.

Miguel se burla de ellos, “Sois unos tarados y unos frikis”. Érika intenta defenderse y entonces él monta en cólera “¿Cómo podéis creer en todas esas supersticiones baratas?” y se va de la pastelería, dando un sonoro portazo. Es la pelirroja Karina quien retoma la situación y les anima a serenarse y a trabajar un poco, está entrando por la puerta un grupo de turistas japoneses, “Venga chicos, son las 11.30h y vienen clientes. El mal rollo para otros, nosotros a lo dulce, que es lo nuestro” —guiña un ojo por aquí y reparte un par de sonrisas por allá y todo vuelve a su cauce poco a poco.


LAS 12h. KARINA

Vaya con los japoneses, ¡qué ansia de azúcar! Han arrasado con las magdalenas, los pastelitos de boniato y las figuritas de mazapán. Menos mal que, una vez todos servidos, se han sentado y están comiendo con cara de felicidad y charlando sin problemas.

Y parece que entran más clientes. “Buen…” ¿Pero esto qué es? ¿¡Cinco tipos encapuchados!?

 Bang!, bang!, bang!, bang!

Oooh, ¡joder! Están disparando. ¡Me han disparado!  Mierda, estoy herida en el suelo y Sergio acaba de caer a mi lado. También le han disparado y no se mueve. Apenas abre los ojos y me mira con desconcierto, pero no puede hacer más, le han jodido pero bien. ¿Esto va en serio?  

El tembleque. Tembleque, tembleque… Me  tiembla todo, no soy capaz de controlar mi cuerpo. Cómo me gustaría haberle hecho caso a mi chico y haberme cogido hoy el día libre. Se pondrá histérico cuando se entere de esto, pero me tendrá que malcriar mientras me esté recuperando, ¿no? Porque espero salir de ésta…

Y también dos japoneses en el suelo, tiroteados. ¿Pero qué mierda quieren estos tipos?
Chií-ya. Atá kuyi kaaaa!!!

Joder, la que van a liar los guiris. “¡Cerrad la boca!”, pero no me oyen o tal vez ni siquiera me entienden.

Sayonara capullos”… bang! Japonés muerto. Bang! Japonés muerto. Mierda, vienen hacia aquí. No quiero morir, no quiero morir. Aún me quedan mil cosas por hacer. Dios, si existes, no me jodas y que le dé un infarto a estos cabrones. Bang! Sergio… ¡nooo!


Bang!! Y todo se vuelve silencio negro. 




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