martes, 8 de septiembre de 2015

UNA AMAZONA NUNCA SE RINDE


Esto es amor, quien lo probó lo sabe.
LOPE DE VEGA


Para Soledad, guerrera incansable, y para su marido, mi cuate Jorge, su escudo protector.




- Mi amor, ahorita mismo llegamos al hospital.
- No te preocupes, ya no duele.
- ¿Cómo que no? Llevas una herida de bala, es imposible.
- No duele.

Y él cierra los ojos de forma brusca. La conductora, su amiga, amante y esposa, se teme lo peor. Pero la carretera no les permite parar, hay que seguir conduciendo. Grita su nombre en un intento desesperado por verle abrir los ojos pero es inútil. Llegan a la puerta del hospital y ella pide a gritos “un pinche médico”.



UNA HORA ANTES…

“Apúrate, vamos a llegar muy tarde”… este hombre siempre dando prisas. “Ya estoy, ya estoy. Llegamos de sobra”. Me pongo el abrigo y salgo del dormitorio, él espera desde hace diez minutos abajo en el salón. Mis pies aún no han tocado el primer escalón cuando se escucha un grito desde abajo. Me precipito como una bala por las escaleras y el panorama abajo es realmente peligroso: un par de tipos con las caras tapadas han entrado en la casa. Uno retiene a mi marido mientras el otro rebusca por todas partes.

Vuelvo sobre mis pasos, pero antes de que me dé cuenta el rebuscón me tiene atrapada. “¡Hijueputa, suéltame o te arranco la cabeza!”, en estas situaciones me vuelvo una loca. No es la primera vez que entran en mi casa. La primera fue hace muchos años, aún no teníamos hijos, pero mi marido ya era un importante empresario, un objetivo jugoso para esos guerrilleros cuyo fin es el dinero. Salimos vivos de milagro, tras una paliza tremenda. Ese día me prometí que jamás volvería a suceder lo mismo.

Contratamos seguridad y la cosa mejoró. Durante unos años estuvimos bastante tranquilos, algún que otro intento de asalto que nuestra seguridad frustró, pero nada importante. Sin embargo, todos tenemos un precio y uno de los guardaespaldas se vendió. Esa fue la segunda vez que entraron, mi hija tenía 6 años y el niño 3. Suerte que pude esconderlos sin que se dieran cuenta y no sufrieron daño alguno. Esa vez ya me enfrenté a los asaltantes, y salieron heridos (no contaban con mi recién obtenido permiso de armas).

De eso hace ya 8 años. Y ahora otra vez… ¡qué lata con los manguis, mierda!

“Te he dicho que me sueltes, tontolculo”, el tipo me mira con cara sorprendida cuando ve que rebajo la agresividad en mi tono. “¿Me vas a obligar tú?”… Lo dicho, un tontolculo. Antes de que haya terminado su estúpida chulería, le hago una llave de judo (una lleva años preparándose para esto, ya se sabe, mujer precavida…) y le tumbo en el suelo, volando además su arma por los aires. Una vez en el suelo, le propino un patadón que le deja KO en dos segundos. El tipo ni se lo esperaba. Pobre infeliz…


Le ato a la barandilla de la escalera y bajo a  socorrer a mi marido. Él aun cree en la efectividad de la policía, por eso no tiene ni idea de judo, ni de manejar armas. Como mucho les amenazará, pero jamás emplearía la violencia física. Es demasiado bueno. Todo lo que tiene de inteligente y hábil para los negocios, lo tiene de buena gente. En realidad es un amor, le adoro, pero en esta situación no arreglamos nada con un “Tranquilos, muchachos, vamos a hablar de esto”. No obstante, he de confesar que no podría vivir sin él.

Recuerdo cuando nos conocimos, él tan guapo y elegante, con ganas de comerse el mundo. Sin nada en los bolsillos, pero con miles de ideas y un espíritu de sacrificio envidiable. Pasó de no tener nada a levantar una gran bodega en unos años. Así, a base de esfuerzo, inteligencia y horas, muchas horas. A puro huevo. Me conquistó su tesón, sin duda, pero también el hombre maravilloso que hay detrás, el hombre que ama el arte, que sabe tocar el piano, que pinta en su tiempo libre y prepara exposiciones con otros artistas. El que contagió el amor por la música a nuestros hijos. El hombre maravilloso que te sorprende con una cena, unas flores, o simplemente el hombre maravilloso que siempre está a mi lado cuando mi salud tiene sus altibajos. El amor de mi vida.

A ver cómo se las está apañando mi hombre maravilloso con el otro tontolculo

Como me imaginaba, está intentando negociar con él. Lo malo es que atado a una silla no se está en la mejor posición para ello. El tontolculo 2 está de pie delante de él, burlándose de sus intentos de negociación. “Mientras tú pierdes el tiempo con negociaciones, mi amigo debe de estar disfrutando con tu mujercita” “Ni se te ocurra pensar en eso, maldito cabrón…” Mi marido se está poniendo nervioso con las amenazas de tontolculo 2. ¡Hijo de la chingada! Se va a enterar de quién soy yo.

Vuelvo a mi habitación y agarro el arma que tengo en el segundo cajón de la cómoda, debajo de las bragas faja que compré adrede para taparla (los tangas no cubren tanto, qué se le va a hacer…). Salgo con cuidado para poder aparecer de repente y veo que tontolculo 1 sigue atado a la barandilla, pero empieza a removerse. Paso por su lado y le meto un patadón como el de antes. Y un golpe de culata de regalo. Ahora se quedará grogui durante un buen rato. Hay que ver el trabajo que dan a veces los tontos.

Aparezco en la escalera y disparo a tontolculo 2 en una pierna. El muy cobarde cae, grita por el dolor (normal, me he cargado su rótula) y empieza a sollozar y a llamar a su mamá. Bajo corriendo y desato a mi marido. Ambos estamos bien. Ahora es cuestión de llamar a la policía y que se lleven a estos tontos.

- ¿Estás bien, verdad amor? ¿Te hizo algo ese malnacido? –mi marido aun está nervioso por las amenazas del que ahora solloza en el suelo.
- ¿Quién? ¿Tontolculo? Venga yaaaa. Lo he tumbado a la primera. Está atado arriba, en la barandilla de la escalera.
 ¿Tontolculo? –sonríe encantado–. Eres mi guerrera preferida.
- Y tú mi negociador preferido. Aunque menos mal que saqué a la juanita –respondo sonriente mostrando mi arma –. Voy a llamar a los polis y que al menos vengan a por estos burros. Que no les haga yo todo el trabajo –le guiño un ojo a mi amor.
 Eres tremenda. Y por eso te quiero…

Mi marido me da un cariñoso beso. Mal momento para arrumacos… Tontolculo 2 se remueve buscando su arma, la alcanza y apunta directamente a mi cabeza.

“Muere, zorra”, dice justo antes de disparar. “¡Cuidado, mi amor!”… baang!!

Mi marido y yo caemos al suelo. Tontolculo 2 ríe como un loco, aunque súbitamente se calla. Se ha desmayado por el dolor, posiblemente disparó ya entre delirios. Me llevo las manos por todo el cuerpo y creo que estoy bien. Sin embargo, cuando las miro, están llenas de sangre. Mi marido se puso delante de mí justo antes del disparo, a modo de escudo. Y el tiro que iba directo a mi cabeza impactó directo en su hombro.

En estos momentos mi cabeza piensa “Gracias, Dios mío, por hacerle más alto y fuerte que a mí”. En caso contrario, tendría un tiro entre ceja y ceja. Una bala que llenaría su cabeza de plomo y mi vida de gris y embarrada llovizna. Pero no hay más tiempo para agradecimientos ni oraciones, hay que salir pitando al hospital. Le hago un medio torniquete como puedo (al estar la herida en el hombro se hace complicado el aplicar la técnica) y le subo al coche con esfuerzo. El hospital está solo a 15 minutos.

Arranco el coche y mientras conduzco intento que no pierda la consciencia. Llamamos a la policía de camino para que acudan a la casa y se lleven a los tontos. Bendito celular. Al menos, que esté limpia cuando volvamos…

Mi marido está cada vez más pálido y veo que apenas habla. Algo no va bien…

-  Mi amor, ahorita mismo llegamos al hospital.
 No te preocupes, ya no duele –responde con solo un hilo de voz.
- ¿Cómo que no? Llevas una herida de bala, es imposible.
- No duele.

Y cierra los ojos de forma brusca. Ay, diosito… que no se me muera. ¡Que no se me muera! Maldita carretera, no puedo parar y ver si respira, hay que seguir conduciendo. Grito su nombre intentando que recobre la consciencia pero es inútil. Menos mal que ya hemos llegado al hospital.


“¡Un pinche médico!” 

Acuden a mis gritos dos celadores y una doctora. Suben a mi marido a una estrecha camilla y se adentran con prisas en el laberíntico hospital (o al menos a mí me parece tortuoso y mareante, cual laberinto de Minotauro). Supongo que me toca sentarme en la sala y esperar noticias.

Casi una hora, dos cafés y unos cuantos caramelos después, la doctora que se perdió con mi marido en el laberinto viene a buscarme.

- Su marido está ahora sedado. Le hemos operado de urgencia y hemos extraído la bala. No ha dañado ningún órgano vital, pero el torniquete que llevaba no fue lo efectivo que debería y ha perdido bastante sangre. Creímos que se nos iba. Tenemos que esperar y ver cómo despierta. Las próximas horas van a ser clave. Le recomiendo que descanse y tome fuerzas –su sonrisa forzada no me da precisamente esperanzas.
 ¿Pero no puedo verlo? Quiero verlo ahora…
- Aun no, señora. Si hay cambios le avisaremos. Cuando despierte podrá entrar a verle.

Vuelvo a sentarme pero me resulta imposible seguir allí quieta durante dos minutos más. Mejor salgo a la calle y tomo el aire, me ahogo con este olor de esterilidad tan típico de los hospitales. Debería llamar a la comisaría y comprobar que todo ha ido bien con los tontoculos.

- Comisaría de Michoacán, dígame –la voz medio enlatada de la funcionaria me resulta tremendamente fría e impersonal. No es precisamente lo que necesito.
- ¿Podría hablar con el inspector? Le di un aviso hará como una hora y me gustaría saber qué pasó finalmente. He tenido que salir al hospital.
- Espere, que le comunico.
-   […]
-  Buenas noches, inspector jefe al habla. Usted dirá.
- Soy la mujer de antes, la del aviso por unos asaltantes en su casa, Calle Simón, nº 35. Como le he dicho antes, estoy en el hospital con mi marido. Quisiera saber cómo ha ido la actuación policial. ¿Atraparon a los tontol… digooo, a los asaltantes?
- Ooh, ya la recuerdo. Le explico…

Una tarea menos. La policía se ha llevado a los tontolculo y los tienen encerrados. Por una vez tiene razón mi esposo con la eficacia policial. ¡Alabado sea el señor! Voy a tener que fumarme un cigarro para celebrarlo. Al menos nos hemos quitado un problema. Esperemos que vaya todo igual de bien. Cuando me acabe el cigarro busco la capilla del hospital, seguro que hay una virgencita a la que rezarle.

Las siguientes tres horas se resumen en idas y venidas, entre rezos en la capilla, esperas inútiles en la sala y cigarros que se me hacen demasiado cortos en la puerta del hospital. La enfermera ya sabe qué voy a preguntarle cada vez que me ve. “Lo siento, doña. No hay noticias aun”.

Cuando bajo de la capilla por enésima vez (no sé por qué siempre están en el último piso, ¿tal vez el estar más arriba es estar más cerca del reino de los cielos?) la doctora me está esperando. Pone cara seria y no sé si acercarme o huir. Pero no soy ninguna cobarde, así que prácticamente me abalanzo sobre ella.

- Ay, doctora, ¿qué pasó? ¿Cómo está mi hombre? –la desesperación se nota en mi voz. Si me viera mi mamá, que siempre se quejó de mi frialdad…
- Acaba de despertar. Está débil pero parece ser que está bien. Creemos que se repondrá, aunque tal vez le cueste un tiempo –me informa la doctora, muy profesional, aunque con signos de evidente cansancio.
- ¡Quiero verlo ya! –la desesperación se ha vuelto autoridad…
- Por supuesto. Acompáñeme –la doctora responde con cierta timidez. Pobre mujer, la he asustado. Uuups!
- Gracias –intento responder lo más serena que puedo.

La acompaño por el laberinto de pasillos, subimos a un ascensor que nos traslada unas plantas más arriba. Y tras un par de pasillos a la izquierda entramos en una sala de observación. Mi marido abre los ojos con dificultad, pero sonríe al verme.

- Mi amor, ¿cómo está mi héroe? –le sonrío en un vano intento de contener las lágrimas. Que no me vea llorar…
- Yo soy el herido. La heroína eres tú, la guerrera que me salvó la vida –me mira con mucha ternura. Lo amo más que a nada en el mundo en estos momentos.
- Si te pusiste delante para protegerme. Menos mal que la balacera fue corta, si no ahora tendría un queso gruyer como marido –le guiño un ojo y él se ríe como puede.
- Tú siempre serás mi guerrera, pero jamás olvides que yo soy tu escudo protector. Solo cumplí con mi tarea. ¿Sabías que te quiero?

Y cierra los ojos de nuevo.


“Un médico. ¡Un pinche médico!”



Este texto puede leerse también en el Periódico mexicano La Verdad:
junto con las notas de agradecimiento del señor Jorge Martínez, director del mismo. 

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